LA SOLTERA
De Marco A. Almazán
Exigió primero, recién abandonadas sus trenzas y el uniforme faldilargo de colegiala, un príncipe azul. No un príncipe leucémico ni panista, no; sino uno que tuviese bosques umbrosos por donde pasear sus ilusiones y caballo blanco para cabalgar a través de sus sueños de doncella a punto de caramelo. Un príncipe esbelto y barbilindo, que poseyera castillos con enanos en las almenas, y reino pastoril con lagos de cristal verde, donde se deslizaran cisnes de grácil cuello en forma de interrogación. Ustedes saben las cosas con las que soñaban las quinceañeras de antaño.
Deseo más tarde, cumplida ya la mayoría de edad, un diplomático millonario y de bien delineado bigote, con el pecho cuajado de condecoraciones, que la luciera por cortes europeas y la colmase de joyas auténticas, y le tuviese limousine negro a la puerta de la embajada, con chofer japonés y criados de librea. Soñaba verse en recepciones suntuosas, disimulando tras unas copas de burbujeante champaña las sonrisas que le provocarían los discretos flirteos de Su Alteza Imperial, el príncipe heredero de Torlonia, o los piropos y las galanterías del director de Protocolo del Ministerio de Negocios Extranjeros de Pepeslavia.
Alrededor de los veinticinco años de su edad, pasadas ya las fiebres nocturnales, los arrebatos de llantina y las violentas agresiones a la almohada, considero que no le vendría mal un médico de solida reputación profesional y cuantiosos ingresos, con clínica propia y bien saneadas cuentas corrientes en diversas instituciones bancarias. Se vio asistiendo en Paris, Londres y Berlín, a congresos y simposiums sobre endocarditis supurada o heptalgias galopantes, tratada con respeto y deferencia por los graves colegas de su docto marido.
Transcurrieron cinco anos más. Y como el eminente y bien forrado galeno no apareciera, pensó que se conformaría con un funcionario de Hacienda, de raquítico sueldo oficial pero de sustanciosos ingresos adicionales por concepto de mandíbula alerta. Inclusive –considero estaría dispuesta a hacerse de la vista gorda si el tal ciudadano mantenía casa chica, como suelen hacerlo los de su gremio.
Mas el funcionario mordelón y de tendencias polígamas no llegó.
Con resignación espero a que se presentara un auxiliar de juzgado de paz, aunque fuera viudo y con hijos, y tuviera malo el aliento y fama de frecuentador de cantinas, con doctorado en el arte de jugar al dominó quince horas seguidas con los amigachos.
Pero tampoco apareció.
Anhelo después, con ansias ya mal disimuladas, un tendero español calvo y ventrudo, sin importarle la posibilidad de que la tratase mal y la pusiera a trabajar tras del mostrador; después, un músico de banda municipal, de nariz sanguinolenta, prometiendo no reparar en que alternase el soplido de la flauta con el de la botella ; luego soñó con un maestro rural, lleno de deudas y de agravios; con un repartidor de gas, prieto y malencarado, pero amante del hogar y de guisos caseros a base de molitos; con un burócrata de quinta, lleno de años y de achaques, con bufanda al cuello y dedos amarillos de nicotina; con un comerciante en granos, aunque llevara muestras de su mercancía en la cara; y hasta con un policía de transito de cabecera de municipio, a quien tuviera que remendarle el desteñido uniforme y soportarle las agresivas melopeas del sábado por la noche. En estas angustiosas esperas se le fueron otros diez años de vida.
Y cuando quiso retirarse, traspasada ya la triste y climatérica barrera, hacia la sublime tarea de vestir santos., se encontró con que ya casi no hacia santos, pues la mayor parte habían sido dados de baja por las autoridades vaticanas desde hacía algunos años.
Fue una verdadera pena, porque no era fea, ni antipática, ni deforme. Lo que sucedió es que era tontita y siempre creyó en imposibles. De otra manera, le hubiera hecho caso al chaparrito aquel que la pretendió cuando tenía dieciocho años, pero al que desprecio por pobretón, por prieto y por eso, por chaparro. Ahora el muy bergante es secretario de Estado.
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