ANTEOJOS Y PALOMAS - Luis G. Urbina
En la oficina donde estoy empleado, frente por frente de mi pupitre apolillado y de forma arcaica -potro de tormento de diez generaciones de infelices-, se abre una ventana, hermosa y amplia, que es la repartidora de luz y de alegría en el salón, húmedo, polvoso y tapizado de estanterías y legajos. Desde ella, cada vez que levanto la mirada, puedo ver un corredor cercano, cuyo pretil de mampostería sostiene una línea de macetas, una pared pintada de rosa en la que se destaca el verde fresco de las plantas florecidas, y en lo alto, un pedazo de cielo rasguñado aquí y allí por los alambres del telégrafo y las torres de fierro de los tinacos. Para mí, especialmente, la ventana es un cuadro animado que no deja de interesarme. Parece que escogí el sitio mejor y más conforme con mi temperamento, para vivir siete horas del día, entre guarismos. Mi trabajo consiste en formarlos sobre el papel, a manera de grandes batallones, y hacerlos evolucionar en ese campo blanco, y ejecutar con tal ejército las más difíciles maniobras. Doy un toque de atención y hago marchar las columnas de cifras... ¡tan, tan!, en interminable desfile. La labor, en fuerza de monótona, ha llegado a ser mecánica y aburridora; pero es preciso ganar el pan, y aquí me estoy, encorvado sobre expedientes y cuadernos, ordenando pelotones de números, haciendo largas sumas y multiplicaciones imposibles, en lucha perpetua con estas cantidades cuya significación y resultado no alcanzo, del mismo modo que el sargento no puede darse cuenta del plan de campana del general; ¡Ah!, si estos números fueran alguna cosa: objetos, monedas, bultos; y si me dijeran algo al pasar! Pero no. Conservan su misterio y rigidez: son imperturbables, son abstractos: uno, dos, tres, cuatro, cinco ...
Por eso, la escapatoria de un instante, la repentina fuga de ese cuartel de operaciones, consuela un poco mi fantasía. Dejo de ser maquina por segundos, y torno a ser hombre: por veloces intermitencias, pienso, y, como el filosofo, me doy, cuenta de que existo.
De ordinario, al entrar por la mañana en la oficina, o por la tarde, cuando se va la luz y el salón se obscurece para impedirme trabajar, tengo más tiempo de que vuele hacia la ventana alguno que otro sueño impenitente y terco. A veces es preciso echar la persiana, porque el sol es muy insolente y me arroja a los ojos, para deslumbrarme, puñados de sus diamantes californianos, y el aire es muy travieso y se pone a jugar con mis papeles. A veces también me obliga a mis compañeros de presidio a cerrar la vidriera: mis compañeros, viejos asmáticos, jóvenes anémicos y algunos cuarentones egoístas que ya se hicieron el ánimo de pasarse la existencia enclavados en sendas sillas. Sin embargo, a través de los vidrios opacos y sucios, sigo, cuando quiero, contemplando mi horizonte. Le ponen cristal a la pintura como si fuera un cromo corriente: pierde algo de su carácter; pero todavía se la ve simpática, alegre sobre todo en tardes de lluvia, cuando los hilos de agua tejen en el viento sus caprichosas y sutiles encajes, y las gotas loquean y saltan al caer, como si tuviesen vida propia, haciendo mil ruidosas diabluras en los juncos colgados del muro, y en las flores, y en las hojas de las macetas. Mi cuadro tiene muy poco movimiento. Es un paisaje sin figuras. Suelen en un momento aparecer, por entre una mata de claveles o tras un penacho de margaritas, los semblantes cetrinos y vulgares de las muchachas indígenas que habitan en ese pequeño paraíso, plantado, para darnos envidia, frente a nuestro infierno burocrático. Pero son tan feas las pobrecillas -cabezas de ilustraciones de viajes al África- que, en lugar de aumentar, le quitan interés a la composición, y, a la vez que en ella se presenta, tal parece que algún irreverente y mal intencionado, emborronó con sepia aquellas figuras groseras con el propósito de deslucir la delicadeza del fondo. En cambio, cuando una veintena de palomas se para en el pretil de piedra y lo atraviesa de carreras y semivuelos, cualquiera, al verlo, diría que está mirando una linda acuarela. De buen tiempo a esta parte, las palomas han aumentado de un modo notable. ¡Qué sé yo! Se han reproducido o han venido de otros lugares, atraídas por la quietud y la frescura del corredor. Entre el refunfuño de los empleados que dictan cantidades o confrontan minutas, se oyen arrullos tristes, reclamos de amor y bulliciosos aleteos: -arias apasionadas, dúos encantadores que acompañan un coro de canónigos enronquecidos y soñolientos-. Las palomas no pueden vivir sin enamorarse, todo el día se cortejan: ellos son galanteadores de oficio, atrevidos, donjuanescos, románticos; ellas son tímidas y tiernas, con una sencillez voluptuosa, y una docilidad para las caricias verdaderamente conmovedoras. Aman para vivir, al aire libre, con unción, con recogimiento, olvidadas de cuanto les rodea, extáticas, como si estuviesen celebrando el rito de un divino culto. ¡Oh, aves de Venus! ...
Desde hace muchos días una pareja concibió un capricho extraño: anidar en éste salón polvoso, sobre la cornisa de un viejo estante, en el hueco que dejan dos montones de expedientes que suben hasta el techo como dos columnas de cartón amarillento. Una mañana abrí la vidriera y él, el enamorado, se coló de un vuelo en la oficina, salto de acá para allá, como buscando un sitio que le conviniese, se paró sobre los legajos, recorrió las estanterías y, en seguida, volvió a salir con una rapidez inesperada. Regresó acompañado. Veía con él una bella hembra, de blancura frágil y luciente, como de espuma de mar en plenilunio; le enseñó el hueco, la obligó, a fuerza de arrullos, a que lo escudriñara, le hizo juramentos, la sedujo con la ardorosa elocuencia de sus reclamos. Ella vaciló en un principio y al fin cedió a los ruegos; esponjándose en un estremecimiento de deseo, e inclinándose, clavo en su pecho de nieve el vivido coral del pico. A partir de aquel día, los dos amantes no cesaron de perturbarnos en nuestras labores; golpeaban los vidrios si la ventana estaba cerrada, picoteaban la persiana, y cuando abría yo, entraban sin miramientos, como en país conquistado, a decirse ternezas en el viejo estante, en el hueco sombrío de los montones de expedientes. Nos hicimos amigos. !Qué guapo era el seductor, y que bien ataviado con su manto de tornasoles a la espalda, como bordado de pedrería y armiñado el pecho en el que brillaba, como un toisón de esmeralda, el collar de plumas joyantes! Ella, toda blanca, de nieve inhollada, se sentía orgullosa de su príncipe. Cantaba, mirándole, con un ritmo suave, casi imperceptible, como si estuviese desfallecida de emoción. En las primeras mañanas, me irrité, lo confieso; me distraían con su alharaca de alas y arrullos aquellos recién casados; no oía bien las cifras que me dictaban los escribientes y equivocaba las sumas y las multiplicaciones. Más llegué a acostumbrarme con la ruidosa compañía. Mientras yo sumaba, dos y dos son cuatro, ellos se preguntaban la eterna pregunta: ¿Me amas? !De veras que estaban locos! !Eran extravagantes y exquisitos, y buscaban sensaciones raras, nunca sentidas, como los modernos refinados! Tenían espacio, sol, cielo, flores, y preferían éste salón triste, ese mueble apolillado, aquel rincón telarañoso y obscuro. Allá fuera trasciende a rosas; aquí huele a papel viejo, a ratones, a pobreza; el corredor es un pedazo de campiña; el salón es un cementerio de almas y de legajos. No obstante, ellos, a juzgar por sus aspavientos, encontraban el nido delicioso. Yo pensaba: si fueran golondrinas me lo explicaría, pero palomas...
Por supuesto que mis compañeros estaban furiosos. Algunos se levantaban irascibles, y con los plumeros de los escritorios o con proyectiles de papel asustaban a Julieta y a Romeo. A la pareja le importaba un bledo esta conspiración armada; ¡Bah!, tenían alas, y cuando mucho se fastidiaban con semejantes demostraciones de descontento, se iban golpeando el aire enrarecido de la oficina, a seguir en el pretil de piedra su dialogo shakesperiano.
Cerrábamos la ventana; pero, a poco, era necesario volver a abrirla, porque nos asfixiábamos en aquella atmósfera cargada, de miasmas y de guarismos. La ventana es nuestro único medio de ventilación. De modo que los enamorados regresaban con una terquedad irritante, sobre todo, para mis colegas, mis viejos colegas, habituados a no ser interrumpidos en su silencio de tumba ni en su actitud sedante de momias egipcias.
Cuando el reloj acatarrado -una antigualla llena de polvo, como las mesas, los expedientes y los estantes- estornudaba las seis, oiase ruido de cajones que se cierran, de sillas que se remueven, de manos que se frotan, de pies que andan; el momento extraordinario de la libertad, el minuto de crisis en que recobrábamos nuestra actividad y nuestra conciencia. Al estrépito inusitado, las palomas se escapaban con la alegría de los meritorios que huyen del encierro, y volaban con tanta satisfacción que, en muchas ocasiones, mientras cerraba yo la ventana, las vi perderse en el cielo de ópalo del crepúsculo.
Las consideradas camaradas mías: llegaron a imponérseme, a sugestionarme. Gustaba de verlas allí, porque encontraba en ellas una metáfora viviente de mis versos, los que anidaban también entre cuadernos de números, y que se sentían arrojados por burlas y sarcasmos, y provocaban las cóleras de los empleados cumplidos y serios ... Decididamente, las aves se adoraban cada vez mas; ya no salían de su rincón; ya casi no cantaban su estrofa de amor monótona y lacrimosa: por rareza interrumpían el silencio, y mis irascibles colegas las echaban, de seguro, en olvido. Pero una tarde, al salir, cometieron grandes delitos: probablemente fiadas en el compañerismo, se atrevieron a pararse en la mesa del jefe, a volar al ras del suelo por todo el salón, a volcar tinteros, a sacudir a aletazos cuadernos y libros, en un frenético aturdimiento, en una embriaguez alada, cuya causa parecía ser algo como un ciego pánico de pájaros asustado. El ansia de irnos nos impidió enojarnos: la escena se celebró con risas. Las palomas salieron al cabo, hasta pararse a lo lejos, en el travesaño de una torre de hierro. Todos nos fuimos de prisa; digo mal, no todos; un vejete bilioso, una momia egipcia, se quedo a componer su mesa, sobre la cual el tintero derramado había pintado un soberbio atlas en la blancura del papel...
A la mañana siguiente, al penetrar en el salón, noté que la ventana ya estaba abierta. ¡Qué raro!, yo era el que siempre me ocupaba en eso.. .
El vejete, sentado frente a su pupitre, admirablemente arreglado, me contó sonriendo la historia: Llego temprano, apoyo, la escalera sobre el estante, subió, hizo una trampa de expedientes, una ingeniosa trampa, un voluntario y rápido derrumbamiento, y abrió la ventana. Después, cuando llegaron Julieta y Romeo, se verificó la catástrofe. Solo el murió; más atrevido o más enamorado, entró él primero, y sucumbió en su audacia. Ella huyo, impulsada por el instinto... Mi compañero sonreía: dentro de los vidrios de sus antiparras fosforecían sus pupilas vengativas...
De entonces acá han cesado los arrullos en la Oficina de la Estadística Fiscal. Ya no hay palomas en el corredor: las han prohibido.
Algunas veces, recuerdo a los amantes infortunados y me pongo melancólico a ratos; no me atrevo a asegurar que triste, porque... ¿Qué va a decir el ministro cuando sepa que un empleado de la Estadística se pone triste con la muerte de una paloma?
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Luis G. Urbina nació en México el 8 de febrero de 1868 y murió en Madrid el 18 de noviembre de 1934. Poeta insigne, fue también un gran prosista, que por larguísimo periodo colaboró en la prensa diaria y en las principales revistas de su tiempo; romántico, artista delicado y sutil, si figuró en las filas del modernismo fue sólo para acendrar su lenguaje y lograr matices que enaltecen su obra. Los títulos de sus libros son: «Versos», «KIngenuasm», «Puestas de sol», «Lámparas en agonía», e «Antología del centenario», «La literatura mexicana», «Cuentos vividos y crónicas sonadas», «Psiquis enferma», «Hombres y libros», «El corazón juglar», «Los últimos pájaros», «Luces de Espanta» y «El cancionero de la noche serena».
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